21.10.09

De la integridad de los cuerpos resucitados...



Desde el fondo del sueño oyó los tres nocturnos de los maitines del nuevo día en el santuario vecino. «Dios te salve María de Todos los Ángeles», dijo dormido. Su propia voz lo despertó de pronto, y vio a Sierva María con la bata de reclusa y la cabellera a fuego vivo sobre los hombros, que tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Delaura, con Garcilaso, le dijo de voz ardiente:

«Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero».

Sierva María sonrió sin mirarlo. Él cerró los ojos para estar seguro de que no era un engaño de las sombras. La visión se había desvanecido cuando los abrió, pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias.
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Cayetano aprendió pronto que un poder grande no se pierde a medias. Las mismas personas que antes lo cortejaban por su privanza le sacaban el cuerpo como a un leproso. Sus amigos de las artes y las letras mundanas se hicieron de lado para no tropezar con el Santo Oficio. Pero a él le daba lo mismo. No tenía más corazón que para Sierva María, y aun así no le bastaba. Estaba convencido de que no habría océanos ni montañas, ni leyes de la tierra o el cielo, ni poder del infierno que pudieran apartarlos. Una noche, por una inspiración desmesurada, escapó del hospital para colarse de cualquier modo en el convento. Había cuatro puertas. La principal, que era la del torno; otra de igual tamaño del lado del mar, y dos pequeñas de servicio. Las dos primeras eran infranqueables. A Cayetano le fue fácil identificar desde la playa la ventana de Sierva María en el pabellón de la cárcel, por ser la única que ya no estaba condenada. Revisó el edificio palmo a palmo desde la calle buscando en vano una brecha mínima por donde escalarlo. Estaba apunto de rendirse cuando recordó el túnel por donde la población abastecía el convento durante el Cessatio a Divinis. Los túneles, de cuarteles o de conventos, eran muy de la época. Había no menos de seis conocidos en la ciudad, y otros se fueron descubriendo en el curso de los años con sus arandelas de folletín. Un leproso que había sido sepulturero le reveló a Cayetano cuál era el que buscaba; un albañal en desuso que comunicaba el convento con un solar vecino donde el siglo anterior estuvo el cementerio de las primeras clarisas. Salía justo debajo del pabellón de la cárcel, y frente a un muro alto y áspero que parecía inaccesible. Sin embargo, Cayetano consiguió escalarlo al cabo de muchos intentos frustrados, como creía conseguirlo todo por el poder de la oración. El pabellón era un remanso en la madrugada. Seguro de que la vigilante dormía fuera, sólo se cuidó de Martina Laborde, que roncaba con la puerta entreabierta. Hasta ese momento lo había tenido en vilo la tensión de la aventura, pero cuando se vio frente a la celda, con el candado abierto en la argolla, el corazón se le salió de quicio. Empujó la puerta con la punta de .los dedos, dejó de vivir mientras duró el chillido de los goznes, y vio a Sierva María dormida a la luz de la veladora del Santísimo. Ella abrió los ojos de pronto, pero se demoró para reconocerlo con el camisón de lienzo de los enfermeros de leprosos. El le mostró las uñas ensangrentadas. «Escalé la tapia», le dijo sin voz. Sierva María no se conmovió. «Para qué», dijo. «Para verte», dijo él. No supo qué más decir, aturdido por el temblor de las manos y las grietas de la voz. «Váyase», dijo Sierva María. Él negó con la cabeza varias veces por miedo de que le fallara la voz. «Váyase», repitió ella. «O me pongo a gritar». Él estaba entonces tan cerca que podía sentir su aliento virgen. «Así me maten no me voy», dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y agregó con voz firme: «De modo que si vas a gritar puedes empezar ya». Ella se mordió los labios. Cayetano se sentó en la cama y le hizo el relato minucioso de su castigo, pero no le dijo las razones. Ella entendió más de lo que él era capaz de decir. Lo miró sin recelos y le preguntó por qué no tenía el parche en el ojo. «Ya no me hace falta», dijo él, alentado. «Ahora cierro los ojos y veo una cabellera como un río de oro». Se fue al cabo de dos horas, feliz, porque Sierva María aceptó que volviera, siempre que le llevara sus dulces favoritos de los portales. Llegó tan temprano la noche siguiente que aún había vida en el convento, y ella tenía el candil encendido para terminar el bordado de Martina. La tercera noche llevó mechas y aceite para alimentar la luz. La cuarta noche, sábado, estuvo varias horas ayudándola a espulgarse de los piojos que habían vuelto a proliferar en el encierro. Cuando la cabellera quedó limpia y peinada, él sintió una vez más el sudor glacial de la tentación. Se acostó junto a Sierva María con la respiración desacordada y se encontró con sus ojos diáfanos a un palmo de los suyos. Ambos se aturdieron. Él, rezando de miedo, le sostuvo la mirada. Ella se atrevió a hablar: «¿Cuántos años tiene?» «Cumplí treinta y seis en marzo», dijo él. Ella lo escudriñó. «Ya es un viejecito», le dijo con un punto de burla. Se fijó en los surcos de su frente, y agregó con toda la inclemencia de su edad: «Un viejecito arrugado». El lo tomó con buen ánimo. Sierva María le preguntó por qué tenía un mechón blanco. «Es un lunar», dijo él. «De afeite», dijo ella. «De natura», dijo él. «También mi madre lo tuvo». Hasta entonces no había dejado de mirarla a los ojos y ella no daba muestras de rendirse. Él suspiró hondo, y recitó: « Oh dulces prendas por mí mal halladas» . Ella no entendió. «Es un verso del abuelo de mi tatarabuela», le explicó él. «Escribió tres églogas, dos elegías, cinco canciones y cuarenta sonetos. Y la mayoría por una portuguesa sm mayores gracias que nunca fue suya, primero porque él era casado, y después porque ella se casó con otro y murió antes que él». «¿También era fraile?» «Soldado», dijo él. Algo se movió en el corazón de Sierva María, pues quiso oir el verso de nuevo. Él lo repitió, y esta vez siguió de largo, con voz intensa y bien articulada, hasta el último de los cuarenta sonetos del caballero de amor y de armas, don Garcilaso de la Vega, muerto en la flor de la edad por una pedrada de guerra. Cuando terminó, Cayetano tomó la mano de Sierva María y la puso sobre su corazón. Ella sintió dentro el fragor de su tormenta. «Siempre estoy así», dijo él, y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turbia que le impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el derecho y el poder de serIo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella. Siguió hablándole sin mirarla, con la misma fluidez y el calor con que recitaba, hasta que tuvo la impresión de que Sierva María se había dormido. Pero estaba despierta, fijos en él sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió a preguntar: «¿ Y ahora?» «Ahora nada», dijo él. «Me basta con que lo sepas». No pudo seguir. Llorando en silencio pasó su brazo por debajo de la cabeza de ella para que le sirviera de almohada, y ella se enroscó en su costado. Permanecieron así, sin dormir, sin hablar, hasta que empezaron a cantar los gallos, y él tuvo que apurarse para llegar a tiempo a la misa de cinco. Antes que se fuera, Sierva María le regaló el precioso collar de Oddúa: dieciocho pulgadas de cuentas de nacar y coral. El pánico había sido reemplazado por la zozobra del corazón. Delaura no tenía sosiego, hacía las cosas de cualquier modo, flotaba, hasta la hora feliz en que huía del hospital para ver a Sierva María. Llegaba jadeando a la celda ensopado por las lluvias perpetuas, y ella lo esperaba con tal ansiedad que la sola sonrisa de él le devolvía el aliento. Una noche fue ella quien tomó la iniciativa con los versos que aprendía de tanto oírlos. « Cuando me paro a contemplar mi estado ya ver los pasos por donde me has traído», recitó. y preguntó con picardía: «¿Cómo sigue?» « Yo acabaré, que me entregué sin arte a quien sabrá perderme y acabarme», dijo él. Ella lo repitió con la misma ternura, y continuaron así hasta el final del libro, saltando versos, pervirtiendo y tergiversando los sonetos por conveniencia, jugueteando con ellos a su antojo con un dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los gallos, y ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol, y salió sin ver a Cayetano en la cama. «Lucifer es un bicho», se burló él cuando recobró el aire. «También a mí me ha vuelto invisible». Sierva María tuvo que refinar su astucia para que la vigilante no volviera a entrar en la celda aquel día. Tarde en la noche, después de una jornada entera de retozos, se sentían amados desde siempre. Cayetano, entre broma y de veras, se atrevió a zafarle a Sierva María el cordón del corpiño. Ella se protegió el .pecho con las dos manos, y hubo un destello de furia en sus ojos y una ráfaga de rubor le encendió la frente. Cayetano le agarró las manos con el pulgar y el índice, como si estuvieran a fuego vivo, y se las apartó del pecho. Ella trató de resistir, y él le opuso una fuerza tierna pero resuelta. «Repite conmigo», le dijo: «En fin a vuestras manos he venido». Ella obedeció. «Do sé que he de morir», prosiguió él, mientras le abría el corpiño con sus dedos helados. Ella lo repitió casi sin voz, temblando de miedo: «Para que sólo en mí fuese probado cuánto corta una espada en un rendido». Entonces la besó en los labios por primera vez. El cuerpo de Sierva María se estremeció con un quejido, soltó una tenue brisa de mar y se abandonó a su suerte. Él se paseó por su piel con la yema de los dedos, sin tocarla apenas, y vivió por primera vez el prodigio de sentirse en otro cuerpo. Una voz interior le hizo ver qué lejos había estado del diablo en sus insomnios de latín y griego, en los éxtasis de la fe, en los yermos de la
pureza, mientras ella convivía con todas las potencias del amor libre en las barracas de los esclavos. Se dejó guiar por ella, tanteando en las tinieblas, pero se arrepintió en el último instante y se desbarrancó en un cataclismo moral. Permaneció bocarriba con los ojos cerrados. Sierva María se asustó de su silencio y su quietud de muerte, y lo tocó con un dedo. «¿Qué le pasa?», le preguntó.
«Déjame ahora», murmuró él. «Estoy rezando». En los días siguientes sólo tuvieron instantes de sosiego mientras estaban juntos. No se saciaron de hablar de los dolores del amor. Se agotaban a
besos, declamaban llorando a lágrima viva versos de enamorados, se cantaban al oído, se revolcaban en cenagales de deseo hasta el límite de sus fuerzas; exhaustos pero vírgenes. Pues él había decidido mantener su voto hasta recibir el sacramento, y ella lo compartió.
En las pausas de la pasión intercambiaron pruebas excesivas. Él le dijo que sería capaz de cualquier cosa por ella. Sierva María le pidió con una crueldad infantil que se comiera por ella una cucaracha. Él la atrapó antes de que ella pudiera impedirlo, y se la comió viva. En otros desafíos vesánicos él le preguntó si se cortaría la trenza por él, y ella dijo que sí, pero le advirtió en broma o en serio que en ese caso tendría que casarse con ella para cumplir la condición de la manda. Él llevó a la celda un cuchillo de cocina, y le dijo: «Veamos si es cierto». Ella se volvió de espaldas para que él pudiera cortar de raíz. Lo instó: «Atrévase». No se atrevió. Días después, ella le preguntó si se dejaría degollar como un chivo. Él dijo que sí con firmeza. Ella sacó el cuchillo y se dispuso a probarlo. Él saltó de terror con el escalofrío final. «Tú no», dijo. «Tú no». Ella, muerta de risa, quiso saber por qué, y él le dijo la verdad:«Porque tú sí te atreves». En los remansos de la pasión empezaron a disfrutar también de los tedios del amor cotidiano. Ella mantenía la celda limpia y en orden para cuando él llegaba con la naturalidad del marido que volvía a casa. Cayetano la enseñaba a leer y escribir y la iniciaba en el culto de la poesía y la devoción del Espíritu Santo, a la espera del día feliz en que fueran libres y casados.


Al amanecer del 27 de abril, Sierva María empezaba a dormirse después que Cayetano abandonó la celda, cuando entraron a buscarla sin anuncio para iniciar los exorcismos. Fue el ritual de un condenado a muerte. La llevaron a rastras al abrevadero, la lavaron a baldazos, la despojaron a tirones de sus collares y le pusieron el camisón brutal de los herejes. Una monja de jardinería le cortó la cabellera hasta la altura de la nuca con cuatro mordiscos de unas cizallas de podar, y la arrojó a la hoguera encendida en el patio. La monja peluquera acabó de tundirle los cabos del tamaño de media pulgada, como lo usaban las clarisas debajo del velo, y fue echándolos al fuego a medida que los cortaba. Sierva María vio la deflagración dorada y oyó la crepitación de la leña virgen y sintió el tufo acre de cuerno quemado sin que se le moviera un músculo de su rostro de piedra. Por último le pusieron una , camisa de fuerza, la taparon con un trapo fúnebre y dos esclavos la llevaron a la capilla en una parihuela de soldados. El obispo había convocado al Cabildo Eclesiástico, compuesto por prebendados esclarecidos, y estos habían escogido a cuatro de los suyos para que lo asistieran en el procedimiento de Sierva María. En un último acto de afirmación el obispo se sobrepuso a las miserias de su salud. Dispuso que la ceremonia no fuera en la catedral, como en otras ocasiones memorables, sino en la capilla del convento de Santa Clara, y asumió en persona la ejecución del exorcismo. Las clarisas encabezadas por la abadesa estuvieron en el coro desde antes de los maitines, y allí los cantaron con acompañamiento de órgano, conmovidas por la solemnidad del día que despuntaba. Enseguida entraron los prelados del Cabildo Eclesiástico, los prebostes de tres órdenes y los principales del Santo Oficio. Aparte de estos últimos, no había ni habría ningún civil. El obispo entró el último en atuendo de gran ceremonia, llevado en andas por cuatro esclavos y con un aura de aflicción inconsolable. Se sentó frente al altar mayor ,junto al catafalco de mármol de los funerales grandiosos, en una poltrona giratoria que le facilitaba el manejo del cuerpo. A las seis en punto, los dos esclavos llevaron a Sierva María en la parihuela, con la camisa de fuerza y todavía tapada con el paño morado. El calor se hizo insoportable durante la misa cantada. Los bajos del órgano retumbaban en el artesonado, y apenas si dejaban grietas para las voces insípidas de las clarisas invisibles detrás de las celosías del coro. Los dos esclavos medio desnudos que habían llevado la parihuela de Sierva María permanecieron en guardia junto a ella. La descubrieron al final de la misa y la dejaron tendida como una princesa muerta sobre el catafalco de mármol. Los esclavos del obispo lo pusieron junto a ella en la poltrona, y los dejaron solos en un amplio espacio frente al altar mayor. Lo que siguió fue una tensión invivible y un silencio absoluto que parecían el preludio de algún prodigio celestial. Un acólito puso al alcance del obispo el acetre del agua bendita. Él agarró el hisopo como un mazo de guerra, se inclinó sobre Sierva María, y la asperjó a lo largo del cuerpo murmurando una oración. De pronto profirió el conjuro que estremeció los fundamentos de la capilla. «Quienquiera que seas», gritó. «Por orden de Cristo, Dios y Señor de todo lo visible y lo invisible, de todo lo que es, lo que fue y lo que ha de ser, abandona ese cuerpo redimido por el bautismo vuelve a las tinieblas». Sierva María, fuera de sí por el terror, gritó también. El obispo aumentó la voz para acallarla, pero ella gritó más. El obispo aspiró a fondo y volvió a abrir la boca para continuar el conjuro, pero el aire se le murió dentro del pecho y no pudo expulsarlo. Se derrumbó de bruces, boqueando como un pescado en tierra, y la ceremonia terminó con un estrépito colosal. Cayetano encontró aquella noche a Sierva María tiritando de fiebre dentro de la camisa de fuerza. Lo que más lo indignó fue el escarnio del cráneo pelado. «Dios del cielo», murmuró con una rabia sorda, mientras la liberaba de las correas. «Cómo es posible que permitas este crimen». Tan pronto como quedó libre, Sierva María le saltó al cuello, y permanecieron abrazados sin hablar mientras ella lloraba. Él la dejó desahogarse. Luego le levantó la cara y le dijo: «No más lágrimas». Y enlazó con Garcilaso: «Bastan las que por vos tengo lloradas» Sierva María le contó la terrible experiencia de la capilla. Le habló del estruendo de los coros que parecían de guerra, de los gritos alucinados del obispo, de su aliento abrasador, de sus hermosos ojos verdes enardecidos por la conmoción. «Era como el diablo», dijo.



Del amor y otros demonios
Gabriel García Márqiez

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